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Vie. Jun 28th, 2024
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La lepra en Paraguay y el Mundo

 

Una de las medidas preventivas  tomadas en los siglos pasados con los enfermos fue su aislamiento y retiro de la sociedad, hecho que permiten suponer que la consideraban contagiosa.

 

Es importante destacar que la lepra es una enfermedad de muy difícil transmisión, que necesita una larga y continua intimidad, como la vida familiar, para transmitirse de persona a persona. Por otro lado no hay aún evidencia científica de que sea una enfermedad hereditaria. Se estima que menos del diez por ciento de las personas expuestas al bacilo desarrollan la lepra. También se ha constatado y las estadísticas lo dicen que los hombres son más proclives a contraer  el bacilo.

 

Es claro que los esfuerzos científicos por encontrar algún remedio para esta enfermedad no han cesado a lo largo de la historia, pero no fue sino hasta 1.987 que se comenzó la aplicación de tratamientos pioneros para la curación y detección precoz de la enfermedad resultando el más exitoso de ellos la poliquimioterapia, que conseguía la cura completa del enfermo, algo que hasta el momento no había ocurrido, pues los diferentes medicamentos y curaciones utilizados no hacían sino atenuar los malestares, disminuir el grado de avance de la enfermedad, pero en ninguno de los casos se podía hablar de un restablecimiento absoluto del paciente.

 

La poliquimioterapia, o PQT, considera imprescindible  la aplicación de tres medicamentos: rifampicina, clofazimina y sulfona.

 

Datos Históricos del Leprocomio Santa Isabel

En el año 1.933 había 16 enfermos de lepra internados en un destartalado, y mal llamado pabellón en el Hospital de Clínicas de Asunción,  que llevaba por nombre de “Santa Isabel”  ya en aquel entonces. Pero debido a la Guerra del Chaco se vieron en la necesidad de desalojarlos de allí a los afectados por esa enfermedad para hospitalizar en el mismo lugar a los numerosos combatientes heridos que llegaban en busca de una mejor asistencia médica conforme a la urgencia del caso.

 

Estos 16 hombres  y mujeres afectados con el mal de Hansen fueron trasladados a un apartado y solitario lugar del Distrito de Sapucai en el Departamento de Paraguarí. Este lugar dista unos 10 kilómetros de la ciudad de Sapucai y 100 y algo de  kilómetros de Asunción y  el terreno que se le cedió tiene una extensión aproximada de 900 hectáreas. El suelo es arcilloso, esta bañado por numerosos arroyos y cuenta con una frondosa vegetación. El predio elegido formaba parte de una estancia y contaba con dos chozas en medio del monte. Estas chozas, que ya llevaban un tiempo abandonadas fueron adaptadas para poder ser usadas como albergue de este grupo de enfermos.

 

Recuerdan los más antiguos internos que el grupo de 16 compañeros llegó desde Asunción en tren hasta Sapucai, teniendo que viajar incómodamente en los vagones donde se acostumbraban  llevar  mercaderías y los animales porque estaba prohibido que los afectados por esta enfermedad viajasen entre los demás pasajeros. Y desde Sapucai hasta su nueva morada debieron llegar caminando, puesto que por lo alejado de la civilización en que se encontraba, no había ningún medio de transporte que llegase hasta allí. Todo ese trayecto lo hicieron acompañados de policías, como si hubieran cometido alguna clase de barbarie contra la humanidad. Así, desde el comienzo mismo tuvieron que soportar todo tipo de vejaciones por parte de aquella sociedad ignorante y carente de sentido humanitario. Ese trato, sin duda, debió agravar aún más el ánimo y la salud de todos ellos, porque aparte del sufrimiento por la enfermedad en sí, tuvieron que recibir y soportar también el terrible dolor que les brindó la sociedad con mucha crueldad.

 

Estos  primeros moradores del lugar  debieron pasar también muchas penurias dada la condición extrema de precariedad, de incomodidad y de necesidad que tuvieron que soportar alejados de sus seres queridos y de toda civilización. Este terreno al cual fueron destinados, fue donado al Gobierno paraguayo, por consiguiente, al ser propiedad del Estado, el Leprocomio es una Institución dependiente del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social. Dicha donación fue hecha por la Compañía Liebig’s Extract of Meat Co. Y desde aquel entonces a este apartado lugar se lo conoce como a la “Colonia de Santa Isabel” en Sapucai.

 

Los primeros enfermos en llegar a este inhóspito lugar recordaban que una de las cosas que más les había sorprendido era la cantidad de insectos y alimañas que habían encontrado en este agreste paraje.

 

Otra cosa que recordaban con mucha tristeza era la escasez de alimentos. Ellos llegaron al extremo de tener que robar para saciar el hambre que reinaba en la Colonia.

 

Los  creyentes, más familiarizados  con el sufrimiento y la resignación siempre reconocieron que sólo Dios pudo haberles dado tanta fuerza para  sobrellevar todas aquellas cruces y  obstáculos con las que se encontraron desde que llegaron a ese alejado y  adverso paraje.

 

Aunque no era ese el peor de los males, pues a eso se añadía fatalmente   la carencia  de medicamentos y médicos para su tan  fatídica enfermedad. El estado de salud  de la mayoría requería además de una urgente atenciones de la enfermedad de la lepra otros tratamientos pormenorizados y persistentes de males que les acompañaban.  Aunque lo cierto es que  en aquel entonces no había en nuestro país  remedios específicos para el mal de Hansen y se contaba con muy escasos  dermatólogos entendidos  en piel. Así estos primeros hombres y mujeres llegados a la Colonia pasaban sus días de forma inhumana. Fueron días y noches de mucho sufrimiento, ante todo por la enfermedad en sí que les obligó al abandono del medio social en que desarrollaban su vida, pero además  a tener que aislarse de los parientes y amigos. Sin embargo, ante esta inmensa adversidad ellos, con toda su honestidad confiesan, que todavía albergaban la esperanza de un mañana mejor.

 

El tiempo fue transcurriendo y la enfermedad ya se había propagado, sobre todo a partir de la guerra del Chaco, por muchos rincones del país. Debido al riesgo de contagio a los demás ciudadanos el Gobierno tomó la medida de apartar a todos los que padecieran este mal hasta la Colonia Santa Isabel en Sapucai. Para lograr el cometido de aislar a los enfermos, la policía anduvo algunos años tras las huellas de todos los afectados, para una vez detectados, forzarlos a abandonar sus hogares y a trasladarse a vivir en la Colonia junto a los demás enfermos del mal de Hansen.

 

Cuentan también que una vez que abandonaban sus hogares  a muchos se les quemaba la casa, pensando que de ese modo eliminaría  la posibilidad de nuevos  contagios. Muchos de  ellos fueron acompañados hasta el lugar por la policía, para así evitar que se fugasen en el trayecto. Por esta razón cada vez llegaban más enfermos al lugar, algunos en estado muy lamentable, razón por la cual también morían en gran cantidad. Incluso hubo casos de hasta dos por día, y los más graves a los pocos días de haber llegado.  Pero como todo era tan precario en aquellos tiempos debían envolver a sus muertos en mantas viejas, pues no disponían de cajones para enterrarlos. Un hombre los llevaba en su carreta hasta el Cementerio, que no era otra cosa más que una fosa común donde todos ellos eran depositados en la solitaria presencia del carretero que acostumbraba a decir con la seriedad del caso “venimos de la tierra y a ella volvemos”. Y así fueron despedidos muchos de ellos. También cuentan que en algunas ocasiones, debido al mal estado del camino, el cadáver se caía de la carreta, no pudiendo el carretero levantarlo solo él, como último recurso ataba al difunto por la parte trasera de su carreta y lo llevaba el resto del trayecto arrastrado hasta llegar a su morada final.

 

Es muy triste decir que todo esto sucedió como consecuencia de una sociedad que tardó mucho tiempo en hacerse  consciente e ir dando pasos de mejor trato a tan cruda realidad. Los primeros donativos que llegaron al lugar fueron de  carne seca y poroto. Pero tanto la carne como el poroto, las más de las veces ya se encontraban en estado perecedero y agusanado, detalle que para los enfermos no tuvo ninguna importancia por la apremiante situación en la que se encontraban.

 

Realmente los primeros que se interesaron en la suerte que corrían los leprosos fueron un grupo de protestantes, quienes además  del alimento espiritual, trajeron también hasta el lugar víveres, vestimentas y otros artículos de primera necesidad. Ellos llegaron hasta la Colonia en carretas, puesto que al bajar del tren en Sapucai, se enteraron que este era el único medio para arribar hasta esta apartada morada.

 

Un poco más tarde llegó hasta el lugar otro grupo de protestantes, provenientes del Colegio Internacional, denominados Discípulos de Cristo. A este grupo se debe la fundación del Patronato de Leprosos del Paraguay (1934). Los primeros directores fueron Mister Robert Lemon y Mister Norman. También había una Pastora que se quedó como residente en la Colonia, la Srta. Filis, quien hacía las veces de enfermera y profesora de una pequeña escuelita que ellos mismos habían fundado. Esta Fundación también promovió la construcción de las primeras casitas, que por lo general eran levantadas paredes eran hechas de madera y cubiertas con    el techo de paja. Esta entidad, en su momento, ha prestado innumerables servicios a la Colonia, pero desde hace tiempo ya no tienen ningún tipo de contacto directo con la Colonia Santa Isabel. Ahora funciona como un ente independiente que atiende a enfermos de lepra que llegan hasta sus instalaciones en pleno centro de Asunción.

 

También el Gobierno había comenzado a interesarse por los leprosos de Sapucai. Decidieron mandar a un grupo de prisioneros bolivianos para que construyeran grandes caserones con paredes de tabla y techos de paja para los internos que cada vez iban creciendo más y más en número, llegando desde todas partes del país. La mayor población con que llegó a contar la Colonia fue de cuatrocientos treinta enfermos. Esto empeoraba la situación de los primeros moradores del lugar, puesto que aumentaba la escasez de alimentos y como consecuencia también la pobreza y en la misma medida disminuían las comodidades. Hasta ese entonces los enfermos comían en el suelo por carecer de lo mínimamente necesario.

 

Pero como los caserones no bastaban para albergar a tantas personas, los enfermos aptos para el trabajo de albañilería comenzaron a construirse pequeñas casitas a fin de dar lugar a los más discapacitados en los caserones. Con la construcción de estas precarias casitas poco a poco la Colonia fue tomando forma y convirtiéndose en un pequeño pueblito en medio de la selva, que con su exuberante vegetación destila aromas de frescas flores lejos de la sociedad que los había rechazado y abandonado a su suerte por el solo hecho de haber contraído esta enfermedad.

 

Hasta ese entonces tampoco había llegado hasta el lugar ningún médico, el Ministerio todavía no se había percatado de la necesidad imperiosa de un profesional allí. Entre los enfermos había un par de idóneos en farmacia que se encargaron de administrar los remedios que llegaban hasta el lugar y de hacer las curaciones, con los pocos medicamentos que contaban, a todos sus compañeros.

 

Recuerdan también que para poner orden en la Colonia se había formado un grupo que actuarían como policías, compuesto por algunos de los enfermos, que estaban dispuestos a velar por la seguridad de sus compañeros y controlar los desórdenes que pudieran  surgir periódicamente. Se nombraba a uno que actuaría como Comisario, quien tenía a su vez a su cargo a cuatro ó cinco soldados que durante la noche se turnaban para hacer rondas y garantizar así la seguridad del lugar. Todo lo necesario para desempeñar esta tarea era proveído por el Ministerio de Salud, como la vestimenta apropiada y los equipos.

 

En aquel entonces la mayor parte de la población estaba formada por jóvenes solteros, hombres y mujeres, que con el tiempo fueron emparejándose entre ellos y formando sus propias familias dentro de la Colonia. Al comienzo construían sus casitas de madera y techo de paja al estilo de los ranchos de la típica familia rural del Paraguay y se iban a vivir juntos en concubinato, puesto que no contaban con sacerdotes para oficializar el amor que les unía, luego cuando algún religioso venía hasta el lugar se encargaba de celebrar las bodas. Así fue como varias parejas, muchas de ellas unidas hasta ahora, se conocieron acá, se enamoraron y se casaron, viviendo en casas independientes cercanas a los caserones. Actualmente estas casitas siguen siendo de madera y la paja del techo fue reemplazada años más tarde por el zinc.

 

Claro que al ir formándose parejas los enfermos también comenzaron a tener hijos. Y sin adentrarnos en el misterio de esta enfermedad, los hechos han constatado que no es hereditaria. Los niños nacidos en la Colonia de padres enfermos, no dieron muestras de verse afectados con el mal de sus progenitores, siempre que fueron aislados a tiempo  del ambiente infectado. Teniendo en cuenta este detalle el Ministerio de Salud, gracias al Servicio Cooperativo Norteamericano, construyó por los de 1950 el Preventorio Santa Teresita, lugar donde eran llevados todos los hijos de los enfermos al apenas nacer, sin consultar a las madres si querían ó no separarse de sus niños. Allí lejos de sus padres estos pequeños crecían y se desarrollaban normalmente para ingresar también sanos a la sociedad. Todos ellos fueron adoptados por familias sanas y la gran mayoría nunca supo sus tristes orígenes. Y los pocos que lo supieron nunca se acercaron a conocer a sus padres. Este es otro dolor con el que cargan muchos de los internados en este lugar, en especial las mujeres, el hecho de no haber podido acunar y conocer a sus propios hijos. En la actualidad las pocas parejas jóvenes que quedan crían y cuidan a sus hijos con total libertad. Y ninguno de sus hijos ha contraído la enfermedad.

 

Se puede decir que en estos primeros años fueron los propios enfermos los que se organizaron, se las ingeniaron para resolver sus innumerables problemas, se dieron apoyo entre ellos y comenzaron a darle forma a una comunidad unida por el dolor de una triste y siempre marginada enfermedad. Fue así como ellos aprendieron a vivir fraternalmente, y aunque muchos dicen que ellos nunca conocieron ni conocerán la sociedad, creo que formaron sin saberlo la más hermosa de todas las sociedades que puede haber, la que está unida por el respeto y el compañerismo, por un ideal común a todos, el de poder sobrellevar cada día esta triste clase de suerte que les tocó vivir y compartir.

(Los datos históricos fueron aportados por el sacerdote José Luis Salas, uno de los primeros capellanes del Leprocomio Santa Isabel y la escritora Gladys Benza).

 

 

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