Observo Galápagos desde el avión y se me infla el espíritu. Automáticamente retorno a mis primeros años en estas islas, cuando el aire olía a sal y palo santo, la vida era plena, el tiempo infinito, los afectos para siempre. Entonces era dueña del mundo, del mío al menos, tenía mayores certezas que hoy, más de un cuarto de siglo después. Es el retorno a la primavera, a mi yo primordial y fresco, al tiempo en que cada planta y onda de luz refractada tenía un nombre propio que asumía conocer.
Los azules del mar destellan vitalidad en distintos tonos, y están los verdes Opuntia, los bermellón de conos de escoria y los negros de lava. Me parece que los acantilados de Seymour se han encogido, y la costa norte de Santa Cruz se aplanó un poco, pero puede ser la memoria mía a un ritmo distinto que los procesos geológicos.
Galápagos no es un lugar geográfico, es un momento en mi vida, una emoción precisa. Es creer que un mundo mejor es posible.
Sigo los procedimientos de recoger maleta, tomar bus al canal. No están los amigos a la salida del aeropuerto, o si lo están no los reconozco atrás de las mascarillas. No importa, estoy llena de una dulce y alegre nostalgia, y el canto de los pinzones me acompaña hasta divisar el “turquesa de locos de Itabaca”, como lo describiera Desiree Cruz. Atravieso la isla, paso por los Gemelos, con menos Scalesias que en 1992, aunque bosque endémico al fin.
Ya no existe el árbol de balsa torcido del Doc Machuca, pero reconozco los laureles sanadores de Fabio Peñafiel. He llegado a Puerto Ayora, tan distinto al de 1992. Sin embargo, mis ojos no perciben el desorden de las construcciones o los carros y aglomeraciones; mi vista está clavada en Bahía Academia y veo tan solo lo que quiero: el puerto de mi corazón de hace casi 30 años, refugio de locos e idealistas, donde el “culto” en común era el respeto por la naturaleza. ¡O al menos eso pensaba yo! A ratos dudo de mis percepciones. ¿Talvez solamente lo imaginé? Porque yo me invento cada cosa, hasta el amor me he inventado.
Camino por la avenida Charles Darwin y de alguna manera los amigos me reconocen, incluso bajo mi envoltorio continental. Yo en mi eterno despiste tardo en asignar nombres a las voces, porque las caras no distingo.
Hay movimiento, la gente se reúne en las veredas del hotel Silverstein, a disfrutar la pizza de Giancarlo Toti o los coctelitos de Paola Luque. Estoy aturdida. He olvidado socializar y me cuesta mantener una conversación. Me concibo al margen, “observadora” más que partícipe, aunque luego recuerdo que esa es mi naturaleza.
Escucho a los amigos que hablan de las tortuguitas secuestradas en la maleta de un policía en Baltra, o sobre el lobo agonizando con un anzuelo de palangre clavado en su cuerpo, y poco a poco la maravillosa tela de magia y colores que filtra mi realidad empieza a desvanecerse. Ya no puedo fantasear un mundo perfecto. Hace rato que Galápagos no lo es, abandonado a su suerte, donde obra el sentimiento de sálvese quien pueda o hágase dinero como sea.
Y, sin embargo, invoco el poder de ese Galápagos de mis primaveras, el que talvez sí existió y ojalá no me inventara, para volver a creer que sí, que habrá tiempos mejores, sin contrabando de especies nativas, sin pesca con palangre, con educación y salud digna y justa para la población.