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BENEDICTO XVI LLEGÓ A LA PLAZA DE SAN PEDRO PARA SU ÚLTIMA AUDIENCIA

Para comprender la diplomacia de la Santa Sede, y en particular la diplomacia multilateral, es necesario revisar las etapas históricas de su presencia en el mundo.

Es importante precisar que la relación con los actores de la comunidad internacional no es la Iglesia Católica como comunidad de creyentes ni el Estado del Vaticano, sino la Santa Sede, es decir, el Papa y la Curia Romana que representa la autoridad espiritual y universal, el sujeto soberano de derecho internacional de carácter religioso y moral.

El artículo 361 del Código de Derecho Canónico establece que la Santa Sede está formada por el Papa, la Secretaría de Estado, el Consejo para Asuntos Públicos de la Iglesia y otros órganos de la Curia Romana. La Curia es la administración central de la Iglesia y normalmente es utilizada por el Papa para los asuntos de la Iglesia universal; actúa en su nombre y bajo su autoridad para el bien y el servicio de las Iglesias. Además, el canon 113 §1 establece que «la Iglesia Católica y la Sede Apostólica son personas morales por ordenación divina (ex ipsa ordinatione divina)». Esto significa que la Santa Sede, como institución puesta al servicio del ministerio de comunión confiado por Jesucristo a Pedro, existirá, aunque se reduzca a la persona del Papa, hasta el fin de los tiempos.

Esta definición teológica y canónica se ve reforzada por su estatus jurídico: el papel de la Santa Sede en la escena internacional se justifica por el hecho de que representa la autoridad suprema de la Iglesia Católica, que a su vez posee un estatus verdaderamente internacional a través de la Santa Sede.

El contacto entre la Santa Sede y la comunidad internacional nació en un contexto eclesial específico –la celebración de los concilios ecuménicos– mucho antes de que los papas tuvieran un verdadero poder temporal.

De hecho, la figura del nuncio apostólico, en el sentido moderno del término, como embajador de la misión del Papa (ante una iglesia local) y diplomática (acreditada ante un gobierno) ya estaba presente en el año 453 al término del Concilio de Calcedonia.

Así, el papa San León Magno entregó dos cartas credenciales a su agregado Julian de Cos: una acreditándole ante el Patriarca Marciano, y otra ante el emperador de Constantinopla, Teodosio.

Luego vinieron los aprokrisiarios (del griego, legado), y a finales del siglo IX, los «legati nati» (representantes del Papa para una misión específica) enviados por Roma a las distintas naciones gozaban de un considerable margen de maniobra ante las autoridades civiles locales en lo que respecta al clero residente.

En el siglo XVI se produjo un cambio sustancial en la vida internacional: la aparición del Estado-nación, que adquirió una personalidad propia claramente definida. La diplomacia se adaptó a esta nueva situación.

Los papas se adaptaron a la nueva situación y se inspiraron también en el modelo veneciano: los representantes diplomáticos disponían de una residencia y una cancillería. Así aparecieron las primeras nunciaturas apostólicas, con un arzobispo enviado desde Roma para hacerse cargo de la misión en 1500 en Venecia y París, y en 1513 en Viena.

Conviene recordar la intuición del Papa Clemente XI cuando en 1701 fundó la «Academia de Nobles Eclesiásticos» cuyo objetivo era formar a jóvenes clérigos para la misión de representantes pontificios. Desde hace tres siglos, la Academia Eclesiástica tiene su sede en el Palacio Severoli, en la Plaza de la Minerva de Roma, para formar el cuerpo diplomático de la Santa Sede.

Los informes proporcionados por estas nunciaturas trataban principalmente cuestiones religiosas. Después de la Reforma, los diplomáticos papales velaron por los intereses espirituales de la Iglesia en el contexto de la Reforma católica iniciada con el Concilio de Trento en 1545. Velaban por el respeto y la aplicación de las normas canónicas y, a menudo, también defendían la libertad de la Iglesia frente a las pretensiones de algunos príncipes y monarcas (Reforma Protestante).

La diplomacia papal siempre ha sido un medio técnico utilizado por los papas para defender los derechos de las iglesias locales cuando era necesario. Esto no impidió a la Santa Sede participar en las negociaciones de paz en los siglos XVII y XVIII, en los Tratados de Münster en 1648, el Tratado de Westfalia en 1648, la Paz de los Pirineos en 1659, la Paz de Aix-la-Chapelle en 1668, el Tratado de Utrecht en 1713, el Tratado de Rastatt en 1714.

Es interesante observar que el reconocimiento único atribuido al Papa (que seguía siendo entonces el soberano temporal) se explicaba por el hecho de que el Papa era ante todo el jefe espiritual de la Iglesia católica, como subrayó Talleyrand (*) cuando presentó una propuesta a la comisión de redacción del Congreso que estipulaba: «respetar los principios religiosos y las potencias católicas» (en particular Austria, Francia, España y Portugal).

Esta retrospectiva histórica demuestra que la comunidad internacional ha considerado al papado como un poder moral suigéneris. Desde el comienzo de la Edad Media, nadie ha cuestionado la legitimidad internacional de la Santa Sede ni siquiera la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ni la República Popular China en la actualidad.

No cabe duda de que la Santa Sede forma parte de la comunidad internacional por derecho propio, como demuestran las cifras : en el momento de la elección del Papa Juan Pablo II al trono pontificio, la Santa Sede mantenía relaciones diplomáticas con 84 países, y en 2016 esta cifra aumentó a 180 países.

Aunque se trata de una zona geográfica extremadamente pequeña (44 hectáreas), el Estado Vaticano donde se encuentra la Santa Sede es una entidad soberana que ejerce una influencia excepcional en el mundo, ya que afecta a más de una sexta parte de la población mundial (es decir, los católicos).

La Santa Sede, dotada de personalidad jurídica internacional, es una autoridad moral soberana e independiente que interviene en las relaciones internacionales. Su acción en el seno de las naciones, como autoridad moral, tiene por objeto promover las relaciones una ética entre los distintos actores de la comunidad internacional. La Santa Sede tiene la capacidad de influir en las cuestiones de interés mundial, en su calidad de creadora de opinión global.

(*) Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord (Principe, Duque), conocido como Talleyrand, fue un político y diplomático francés (1754-1838). Obispo de Autun (1788). Exiliado en América (1794-1796), nombrado ministro de Relaciones Exteriores (1797). Embajador de Francia en el Reino Unido (1830-1834).

REF.: Conferencia Internacional en la Unesco : «Regreso a la Diplomacia», Intervención de Monseñor Francesco Follo, embajador, delegado permanente de la Santa Sede en la Unesco, 18 de febrero de 2016.

 

María Victoria Benítez
Universidad de París

UH

 

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