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Dom. Sep 1st, 2024
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La educación a palos, consumada por muchos padres, bien pudiera considerarse la versión paraguaya de El médico a palos, de Molière

Una investigación realizada en el país por Unicef (2010) indica que el 61% de los niños han sido víctima de violencia en su hogar; razón por la cual dicho organismo de la ONU propuso al Gobierno de nuestro país la iniciativa de “la erradicación del maltrato infantil”. Refuerza la conclusión de dicho estudio la estadística registrada por el Hospital Pediátrico Niños de Acosta Ñu (2001/2009), en la cual se revela que los niños atendidos con marcas de maltrato físico y emocional fueron víctimas de los propios padres en el 68% de los casos y que suprincipal consecuencia fue la depresión (60,5%). Por su parte, el Ministerio Público (Fiscalía) señala en sus estadísticas que la violencia familiar está en primer lugar entre los delitos a nivel nacional, según datos del periodo 2018-2022. Estos indicadores son contundentes para comprender distintas aristas de la situación, siempre que no se los tomen aisladamente como parte de un problema meramente sectorial

La necesidad de eliminar el maltrato a niños y adolescentes se corrobora en la penosa realidad de la salud mental de los habitantes de todas las edades. Un estudio cualitativo basado en casos clínicos, que me tocó realizar para sustentar una tesis de posgrado en psicología clínica (F. Filosofía/UNA), indica que el maltrato infantil deja achaques perdurables en la psique de los mayores. En el citado trabajo académico se pudieron identificar las principales causas de trastornos emocionales originados en la infancia, tales como la violencia intrafamiliar, el desamparo, el abuso sexual, la rigidez autoritaria de los padres y la combinación de estos eventos. Por lo tanto, el trauma es el resultado de la ignorancia y la brutalidad en el hogar y, al mismo tiempo, de la agresión en otros espacios sociales, tales como la escuela, calle, cuartel, lugares de trabajo, etc. Se habla, en efecto, de su carácter esencialmente social. Cabe así denominarlo “trauma psicosocial”.

Ese hecho hace que en la inocencia se vivan episodios contradictorios de amor y terror, fijados en las memorias sensorio-perceptivas, afectivas y cognitivas, a lo largo de las etapas del desarrollo. Al mismo tiempo, pudo haberse dado un trauma acumulativo por la repetición de los incidentes de violencia física, emocional y moral, o de abandono y desamor. Con ello se generan las condiciones de las perturbaciones anímicas que conllevan configuraciones destructivas y autodestructivas, formaciones rígidas de autoritarismo y violencia. De ese modo, tales conductas se transmiten inclusive de una generación a otra con el alegato de que el castigo asegura la rectitud de la conducta.

Más de uno pensará: ¿Cómo es que hay personas que no pudieron superar el ultraje que sufrieron en su niñez si la mayoría fuimos víctimas de la educación autoritaria y tradicional? Hay varias maneras tal vez de comprender eso. Por ejemplo, la estabilidad emocional de los padres que, a pesar de ser autoritarios, compensaban con amor y no se excedían con las medidas disciplinarias. También, los abuelos, tíos y otros solían morigerar los sufrimientos de los nietos, sobrinos y otros. Pero también cabe preguntarse: ¿Es la única manera de educar? Afortunadamente, existen nuevas filosofías y modos de cultivar el conocimiento y la convivencia en el hogar y la escuela con los que se obtienen mejores resultados, además de respetar los derechos humanos.

Sin embargo, los casos crueles siguen muy extendidos en el país, atendiendo a las estadísticas apuntadas más arriba. El desconocimiento y la intransigencia campean en amplios sectores sociales. Los sucesos más espinosos saltan en los medios de comunicación y algunos padres u otros responsables son procesados por la Justicia. Esto se debe a que el sistema jurídico actual, sustentado por la nueva Constitución, no es muy conocido por la ciudadanía, y en varios casos siguen aplicando sus pautas perimidas, pese a que saben de los cambios ahora vigentes. Existe aún la creencia de que los padres, a la usanza de la patria potestad romana, son los dueños absolutos de los hijos y que pueden imponer en sus familias el poder discrecional sin permitir que nadie se inmiscuya. Desconocen lo que dictan la Constitución actual y las leyes con respecto a los derechos humanos de los menores de edad. En acontecimientos sociales, suele aflorar el oscurantismo sobre estos asuntos y la justificación se expresa con toda candidez y convicción, así como actitudes prepotentes y creencias heredadas.

Algo importante que no conciben muchos padres es la fragilidad psíquica del párvulo, porque parten del supuesto de que este, al saber hablar, ya entiende todo y que, por lo tanto, a partir de ahí el resto de la educación es cuestión de disciplina y castigo. Explicarle mucho es mostrar debilidad como autoridad y una pérdida de tiempo. Esto nos lleva a la necesidad de informar y crear conciencia en los padres en cuanto a la vulnerabilidad orgánica y subjetiva de los pequeños y que cuando sufren la violencia corporal, verbal y emocional, la desatención, el abandono, la sobreprotección, las normas rígidas, entre otras tantas formas de desconsideración, quedan en ellos impresiones difíciles de superar o imposibles ya de revertir. No se tiene en cuenta velar por no generar la colisión entre la ternura infantil y la pasión adulta (Ferenczi, S., 1933). Cuando los mayores no consideran eso, pueden afectar a los niños por exceso o carencia. En el primer aspecto, por seducción o agresión y en el segundo, por sobreprotección o desamparo. No se sabe que hay que sostener la interacción entre cuidadores e imberbes en el punto de equilibrio de la ternura y el esmero; respetando la libertad de expresión, las iniciativas creativas y el respeto mutuo. Muchas veces no se acepta que hay que invertir tiempo, más que gastarlo, en la educación de los niños en la casa y en el aula; para lo cual, los padres y maestros deben saber de psicología de los infantes.

El istmo de la adolescencia, delicado periodo de transición hacia la madurez, es también de suma trascendencia en el desarrollo psíquico; por cuanto que ahí se genera espontánea y necesariamente la resignificación de todo lo bien o mal aprendido de los primeros años de vida, consecuencia del salto cualitativo que pega la psiquis, en consonancia con el cuerpo, mediante un pensamiento más crítico y creativo o, por el contrario, una urgencia omnipotente y temeraria. Aquí se deconstruyen y reconstruyen sentimientos, escala de valores, experiencias positivas y negativas; por un lado, anteriores ligaduras traumáticas estructuradas por el terror y el rencor difíciles de desanudarlas; y, por otro lado, sufrimientos que pueden dar pie a aprendizajes de reconversión favorable, así como vivencias esplendorosas que sustentan las ganas de vivir y de desafiarse hacia el futuro.

Estos cuatro grupos de afectos –rencor, pavor, dolor y esplendor (Kancyper, 2018)– que se revisan en esta decisiva etapa de la existencia, llevan a desarmar ciertos mecanismos de defensa, como armaduras que quedan pequeñas para el nuevo ser del joven; por lo que dan oportunidad a los mecanismos de desprendimiento a soltar los inservibles, afianzar los útiles y crear los apropiados a los nuevos desafíos de la madurez. De ese modo, se avanza en la maduración y se fortalece la resiliencia. Al no darse ese promisorio proceso, se instalan los traumas en comorbilidad con los conflictos internos; lo que lleva a una sinergia patológica generada por la ambivalencia de amor y odio, o el sometimiento e inhibición, o la culpa y el autocastigo, o la destructividad y la autodestructividad, u otros. A partir de la dinámica de tales elementos, se constituyen las dolencias mentales de mayor gravedad.

Con 35 años de dictadura, se reforzó la cultura autoritaria no solo en el ámbito político, sino en todas las esferas de la sociedad. En las familias, las víctimas siguen siendo mayormente los niños y jóvenes. Además, quienes no superan las lesiones afectivas de la infancia se convierten en victimarios de las siguientes generaciones. Es una terrible consecuencia del analfabetismo, despotismo y creencias atávicas. Por lo tanto, el progreso del país se dará solo si las políticas públicas priorizan el factor humano; y si el bienestar psíquico dota de una base sólida a la educación ciudadana, apuntalando la formación científica, cívica y participación crítica en la convivencia social.

La salud mental preventiva debe implementarse como política de Estado, teniendo como estrategias la erradicación del maltrato infantil y el respeto a los derechos humanos, para lograr la transformación cultural de la ciudadanía, apuntalada por la “educación para la democracia” (Diseño curricular, MEC, 2011), dirigida a “constituir subjetividad democrática” (Díaz G., A., 1999). La Ley de Salud Mental (7018/22) garantiza “el derecho a la protección de la salud mental” de la población, mediante una “atención humanizada centrada en la persona y su contexto psicosocial”, fijando “como tarea primordial promover la salud mental y prevenir los trastornos mentales”, priorizando “el cuidado de la población infantojuvenil”. Y en esta iniciativa imperiosa, la sociedad civil tiene el compromiso de participar y velar por su ejecución exitosa

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Fuente de esta noticia: https://caaguazunoticiasdigital.com.py/2024/08/31/la-educacion-a-palos-el-maltrato-infantil-la-herencia-maligna-i/

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